La chica y la llave de humo
Escrito por Alicia Celadas
No sé si esto que voy a contar fue un sueño raro, o si de verdad pasó, o si simplemente me volví loca por un rato. Pero juro que lo sentí real, como cuando despiertas de una pesadilla y todavía tienes el corazón latiéndote en las orejas. Yo tenía diecisiete años y todo me parecía aburrido, demasiado aburrido. La gente de mi edad hablaba siempre de lo mismo, que si exámenes, que si fiestas, que si a quién le gustaba quién, y yo solo quería… no sé, quería que algo ocurriera, que se abriera una puerta a otro sitio.
Y bueno, la puerta apareció. O mejor dicho: la llave.
La encontré en el desván de mi abuela. Ese desván siempre me dio un poco de miedo, porque estaba lleno de cajas con polvo y muñecas sin ojos, y la luz entraba torcida por una ventana chiquita que parecía de otro siglo. Ese día estaba buscando un cuaderno para dibujar, pero en cambio encontré una cajita de metal, negra y fría, como si hubiera estado enterrada. Dentro había una llave. No era una llave normal, porque brillaba como si estuviera hecha de humo azul. Y no sé cómo explicarlo, pero en cuanto la vi tuve claro que era mía.
A partir de esa noche empecé a soñar siempre lo mismo: un pasillo infinito con un montón de puertas, todas iguales, todas cerradas. Yo tenía la llave en la mano, y probaba una y otra cerradura, pero ninguna funcionaba. Hasta que una cedía un poquito, como si fuera a abrirse… y justo ahí me despertaba. ¡Qué rabia!
Al tercer sueño decidí que no podía quedarme esperando. Así que me llevé la llave conmigo a todas partes, como si fuese un amuleto. Y entonces una tarde subí al bosque detrás del pueblo, más arriba de lo que nunca me había atrevido. Allí encontré un roble enorme, con un hueco oscuro en el tronco. No sé por qué, pero supe que tenía que probar allí.
Metí la llave, y encajó. Giró como si me hubiera estado esperando desde hacía siglos. El tronco se abrió, y detrás había un túnel. Yo estaba muerta de miedo, pero entré.
Lo que encontré fue… no sé ni cómo decirlo. Era una sala subterránea llena de estanterías con libros, pero no eran libros normales. Se movían, respiraban, temblaban como si tuvieran vida propia. Algunos hasta tenían ojos en los lomos. Yo me quedé con la boca abierta.
Y entonces alguien habló detrás de mí:
—Has tardado.
Me giré y vi a un chico. Parecía de mi edad, pero sus ojos parecían mucho más viejos. Llevaba un abrigo negro largo, como sacado de un cuento gótico.
—Soy el Guardián de las Palabras —me dijo—. O lo era, hasta que llegaste tú con la llave.
Me explicó que aquel lugar era la Biblioteca Oculta, donde se guardaban todas las historias que el mundo había olvidado. Y me soltó que la llave me había elegido a mí para salvarlas.
Yo me reí, nerviosa, porque ¿qué iba a salvar yo, si apenas podía aprobar mates? Pero él no sonrió.
—Si no aceptas, todo esto desaparecerá.
Y señaló los libros, que parecían respirar como peces fuera del agua.
Acepté, claro. ¿Quién no lo haría? Desde entonces mis días se dividieron en dos: por la mañana era la chica aburrida de siempre, y por la tarde era casi como una heroína, bajando al túnel del roble y ayudando al Guardián a leer en voz alta las historias olvidadas.
Era increíble. Había un cuento de un dragón ciego que pintaba el cielo de fuego para que los viajeros no se perdieran. Otro de una niña que hablaba con las piedras cuando había luna llena. Y un libro sin palabras, solo suspiros, que se leía con los ojos cerrados.
Yo me sentía parte de algo grande, aunque también me daba miedo. Porque pronto aparecieron ellos.
La primera vez que vi a los Devora-Silencios casi me muero. Eran como sombras de humo, larguísimas, y se deslizaban entre las estanterías arrancando palabras de las páginas. Los libros se quedaban en blanco, como muertos.
El Guardián me gritó que corriera. Una de esas cosas me rozó el brazo y sentí que me arrancaba algo de dentro. Después no podía acordarme de la cara de mi madre. Solo me volvió a la memoria días después, como si hubiese estado escondida en un rincón. Entonces entendí: no solo devoraban historias, devoraban recuerdos.
Tenía miedo, claro. Pero no podía dejar que ganaran.
Una noche soñé que la llave se convertía en una pluma y escribía en el aire. Al despertar lo supe: las historias no bastaba con leerlas allí dentro, había que sacarlas al mundo real. Así que empecé a copiarlas en mi cuaderno y a contarlas. Primero a mis amigas (que se rieron, pero bueno), luego a los niños pequeños del barrio. Y cada vez que alguien escuchaba, la llave brillaba un poquito más.
Las sombras seguían apareciendo, pero cuando yo escribía en el aire palabras como fuego o recuerdo, retrocedían.
El Guardián me miraba de un modo raro, como con orgullo y tristeza al mismo tiempo.
No sé cómo acabó exactamente. Un día llegué al roble y la puerta ya no estaba. La llave se deshizo en mi mano, como humo azul.
Me puse a llorar, convencida de que todo había sido un sueño. Pero luego vi que en mi cuaderno seguían los cuentos. Y en las miradas de los que me escuchaban también seguía algo vivo.
A veces creo que cuando cuento una historia él está ahí, el Guardián, escondido entre la gente, sonriendo.
Y yo sigo teniendo diecisiete años, y quizá estoy un poco loca, pero ya no me siento tan aburrida. Porque ahora sé que las historias viven mientras alguien las cuente. Y mientras yo siga contándolas, las sombras no ganarán.
Sin comentarios
Dejar un comentario