El "muerto"
Escrito por Fabián
Recordaba justo ahora esa sala llena de amigos. Aquellos tiempos en que esa misma casa se había convertido en un punto de reunión importante en toda la zona. Los años en que a menudo venía a su casa don Nazareno, personaje muy famoso tantísimos años atrás, y que después terminó ajusticiado por cuatrero por la autoridad.
“Pucha que es raro morirse” pensaba… Y eso que él tenía como un recuerdo de la muerte, que hasta le daba una imposible certeza: como si ya supiera cómo era morirse.
Veía difusamente a su hermana que lloraba sentadita al lado de la puerta. “Pobrecita” pensaba, ya estaba viejita y quedaba sola. La pobre había enviudado muy joven y toda su vida fue cuidar. Primero cuidó a Doña Raquel, su madre, durante su larguísima enfermedad, que empezó cuando todos eran casi niños y que finalmente murió muchos años después, un triste viernes santo, el primero de todos los que podía recordar. Después le tocó en suerte cuidar a Doña Ana, una tía mudita que heredaron cuando murió la hija que la cuidaba y pasó a ser parte de las tareas de su hermana la viuda. “Pobrecita” pensaba y la imaginaba sentada sola largas horas bajo el alero del rancho mirando el horizonte que se perdía. No siempre había sido una mujer tan silenciosa, pero ya hacía muchos años que sí. Ahora que se estaba yendo, el muerto sabía que su presencia de viejito, le daba compañía y seguridad. “Qué solita queda ahora la pobre, y sin nadie a quien cuidar”
Al fondo escuchaba hablar muy fuerte a su hermana la gorda. La imaginaba ocupada en avisar a los vecinos que “el muerto” se moría y sin verla la veía preparando todo para cuando la gente viniera para el velorio. Y de repente, en medio de esa sensación tan rara de morirse, experimentó algo parecido al humor. “Pucha que es raro morirse”. Y sonrió.
Caía la tarde, la oscuridad lo tomaba todo. Las velas ya no alcanzaban para iluminar. Los sonidos se iban apagando y de repente la oscuridad total. Total.
Oscuro y silencioso todo. Y de pronto, repentinamente, entró desde el fondo de esa nada total, una luz poderosa como si afuera fuera el sol. Era el sol nomás… ¡mirá vos! –pensó- al final era esto nomás.
Ahora por fin, lo entendía todo…
Caía la tarde del viernes y el viejo Lázaro cerró sus ojos, esta vez para siempre, mientras su hermana Marta, calladita, le sostenía la mano y la María como siempre atendía a toda la parentela.
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