El pájaro en el andén
Escrito por Raúl González
El pájaro en el andén
A veces me pregunto si la realidad es como ese vapor que se escapa de las alcantarillas cuando empieza a hacer frío. Sale, se enreda en el aire unos segundos, y después desaparece. Así de rápido. Así de indefinido.
El martes pasado, por ejemplo, todo parecía normal. Me levanté tarde, me peleé con mamá porque no encontraba mis zapatillas, y salí sin desayunar. Otra vez. En la estación de tren, como siempre, había demasiada gente para tan poco espacio. Gente que se empuja sin querer, que se mira sin ver, que escucha música para no oírse pensar. Yo era uno más.
Pero entonces lo vi.
Un pájaro. No uno cualquiera, de esos grises y polvorientos que picotean migas sin dignidad. No. Este era distinto. Tenía el pecho naranja brillante, como si se lo hubiera pintado alguien que sí creía en los colores. Estaba parado justo en el borde del andén, como si también esperara el tren. Lo curioso es que no parecía asustado. Ni por la gente, ni por el ruido, ni por el viento que hacía volar los papeles del suelo.
Me quedé mirándolo.
Había algo en su forma de estar ahí, quieto, que me recordó a mi abuelo. No por viejo, obviamente —el pájaro se veía joven—, sino por esa manera de estar en silencio sin parecer ausente. Como si supiera más de lo que decía. Como si, en vez de mirar las cosas, las recordara.
—¿Qué haces ahí? —le susurré, más para mí que para él.
El tren tardaba. Yo tenía las manos heladas y la mochila más pesada de lo normal. El pájaro me miró, ladeando la cabeza como si considerara mi pregunta. O como si me estuviera haciendo una. Pero no dijo nada. Porque los pájaros no hablan. Salvo en los cuentos, claro. Pero esto no es un cuento. O al menos no lo era.
Detrás de mí, una señora hablaba por teléfono, diciendo algo de su jefe. A la izquierda, dos chicos del colegio se reían de un meme que uno le mostró al otro. Y, al frente, el pájaro.
El tren no venía.
Pensé en saltar. No al vacío, no seas dramático. Saltar el día. Escaparme. Subirme a cualquier tren que no sea el mío. Ir a otro sitio. Uno sin tareas, sin discusiones, sin esa sensación de estar siempre en medio de algo que no entiendo.
Pero no lo hice.
Porque entonces el pájaro abrió las alas. No de golpe, no con prisa. Con calma. Como si lo hubiera estado planeando todo el tiempo. Dio un pequeño salto y voló, cruzando el andén como si nada. Como si el aire le perteneciera. Se alejó un poco, luego giró y se perdió entre los árboles que hay detrás de las vías.
Yo me quedé ahí. Viéndolo desaparecer. Como el vapor. Como los trenes cuando uno no los toma. Como las oportunidades que no sabemos si eran realmente nuestras.
Y justo entonces llegó el tren.
Subí, me senté junto a la ventana, y me puse los auriculares sin poner música. Solo para que nadie me hablara. Cerré los ojos. Pensé en el pájaro. En su manera de esperar. En su forma de irse.
No sé por qué me afectó tanto. Tal vez porque se atrevió a algo que yo no. O porque me recordó que también puedo volar, aunque sea solo con la imaginación. Aunque sea solo por unos minutos.
El tren arrancó. La estación quedó atrás. Y, por un momento, no pensé en lo que me esperaba en el colegio. Ni en los exámenes. Ni en mamá. Solo en el pájaro. En su pecho naranja. En sus alas sin miedo.
A veces me pregunto si la realidad es ese segundo exacto en que algo cambia sin que nadie más lo note. Como cuando un pájaro decide que ya no quiere esperar. Y vuela.
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