De trapo...

Written by Belén Carmona

Está mayor y con esa licencia que da el tiempo cuando ya casi nada importa porque nada se espera ya de la vida, me miró a los ojos desde su yo más profundo y se sinceró conmigo:
No sé la razón por la cual eres tú el elegido y no otro Manolo, pero el caso es que ya sea por el tipo de persona que eres o bien por puro azar, es a ti a quien te voy a contar lo que ha sacudido mi cuerpo a través de todos estos años que llevo de camino perdido.
He aprendido que sólo las palabras que llevas dentro te delatan, aunque las disfraces y hoy quiero desnudar el alma, que el cuerpo ya lo tengo maltrecho.

Desde que tengo uso de razón el escozor producido por los actos de otros han arañado mi corazón. Tuve más de un compañero de juegos. Al principio todo eran sonrisas, abrazos derramados por doquier e interminables tardes sentado frente a una pared viéndote chutar un balón y jugar a las canicas.  Nunca hubo mejores amigos, todos fueron inalterablemente similares. Tras las risas siempre llegaba el olvido. Un rincón oscuro, unas baldosas de suelo gélidas, un baúl al fondo de una buhardilla sólo habitada por arañas y toneladas de polvo y vuelta a empezar.

Mi destino era terminar solo, acompañar a muchos para luego preñarme de ausencias. Pero un día llegó él. Era un niño corriente, como todos los demás, un niño casi vulgar, hasta que una noche lo oí sollozar cubriendo su rostro y enjugándose las lágrimas en su pequeña almohada. Ese día me invadió una clase de inexplicable ternura que yo nunca había sentido antes. Me bajé de donde estaba y por primera vez en mi larga vida me atreví a mostrarme y fui a consolarle. Al principio me miró con incredulidad pero no se asustó, abrió con una manita las sábanas a modo de invitación y me tumbé a su lado. Desde ese momento nos hicimos inseparables. Dormimos juntos durante años. Yo nunca hablaba, no era necesario, para él era más importante que le escucharan.

El niño me contaba sus pesares, sus ansias, sus sueños y sus desazones, y yo siempre estaba allí para oírle. Nos inventamos un lenguaje por el cual nos entendíamos a golpe de miradas de soslayo. Yo era consciente de que mi vida a su lado sería, como siempre me sucedió, limitada, sabía que un día se marcharía y me volvería a dejar tirado, literalmente, en cualquier rincón y no quise encariñarme demasiado. Y así sucedió, el niño vulgar se convirtió en un jovencito cuyos intereses cambiaron, empezó a sentir curiosidad por otras cosas y se marchó. Al principio me sentí vacío, mis ojos no encontraban donde pararse a descansar y mi mente no tenía en qué recrearse. Pasé años en el olvido, arrumbado como una antigüedad que se tira al fondo del trastero para que no estorbe. Evoqué a aquél pequeño vulgar durante mucho tiempo, siempre deseé que se convirtiera en un hombre grande,  ya sabes, no alto y corpulento si no de los otros, de los que dejan las huellas de sus pisadas marcadas en el suelo con sutileza, inalterables en el tiempo.

Y sucedió lo que nunca pensé que podría pasar, un día sonaron las bisagras oxidadas de la puerta y apareció ante mí, exactamente como siempre supe que sería. Me arropó entre sus brazos, la emoción se asomó al abismo del caramelo de sus ojos y un torrente de emoción se desbordó, mojando sus enjutas mejillas.
Sé cuanto has pensado en mi Manolo, cuánto crees que me debes, cuántas noches de terrores y soledades piensas que te he ahorrado y sé cuánto me agradeces el haberte acompañado. Pero estás equivocado, soy yo el que tiene que agradecerte. Me congratulo de poder ver en lo que te has convertido, no eres bueno ni malo ni todo lo contrario, pero has crecido, has dejado atrás lo nefasto y has adquirido la sana costumbre de sonreírle a la adversidad. Sigo sintiéndome cerca de ti aún pasados los años. Y hoy añoro más que nunca unas lágrimas, me gustaría ser capaz de llorar contigo, de emocionarme, de demostrarte la felicidad que me produce volver a verte. Pero sólo me queda decírtelo. No le puedes pedir mucho más a un viejo y raído muñeco de trapo. 

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