La insolación

Escrito por Juana

La insolación

“La Insolación”

 

Era un día de mucho calor, como esos en los que al mirar a lo lejos el horizonte se difumina. Mi padre trabajaba en la chacra, al rayo del sol, arando la tierra con esfuerzo sobrehumano. Lo estuve observando un rato. Sobre las doce, se incorporó y se dirigió hacia la casa. Unos segundos más tarde, apareció en la puerta de mi cuarto y me comentó:

- Mister Jones me ordenó ir a comprar un tornillo al obraje, se le rompió la carpidora, vuelvo en un rato.

- ¿Puedo acompañarte?- le pregunté.

-No. Sería mejor que te quedes. Hace mucho calor.

-¡Por favor, por favor!- le insistí ya que no tenía nada que hacer.

- Está bien. Vení conmigo- aceptó.

 

Nos subimos al caballo y juntos emprendimos viaje. Fuimos por un camino escondido detrás de los árboles porque Míster Jones no debía  saber que estaba acompañando a mi padre. Me raspé la cara y las piernas con unas ramas afiladas. 

La estábamos pasando mal a causa del calor, entonces  comenzamos a apresurarnos, y de repente él tiró de las riendas para cambiar de rumbo:

-Pero padre… este no es el camino. Es por ahí- le comenté confundido.

- Yendo por allá vamos a tardar horas Juan Ignacio, tenemos que apurar el paso, y además con estos juncos altos vamos a tener un poco de sombra.

-Pero el caballo va a hacer mucho esfuerzo por atravesarlos, le puede hacer mal- le advertí, pero me ignoró. 

Minutos más tarde llegamos al obraje. El caballo estaba agotado. Mi padre tocó la puerta, pero nadie respondió. Le propinó un fuerte empujón que la hizo abrirse, pero lo que vio no le gustó para nada. Al entrar, oteó la lúgubre estancia, opacada por el polvo, pero no descubrió a nadie que pudiera atendernos. Resignado, se dio media vuelta y me dijo:

-Vámonos hijo. Acá no hay nadie, deben estar almorzando.

Iniciamos el regreso a la chacra. Mi padre se montó en el caballo pero yo preferí ir caminando, por precaución. Tenía miedo de que algo pudiese ocurrirle. Unos metros antes de entrar al terreno nos separamos y yo me metí por detrás de la casa. Los perros del patrón estaban echados al sol plácidamente, se veían muy tranquilos. Momentos después, al escucharlo regañar a mi padre, supe  inmediatamente lo que había sucedido. Estuve un rato lamentándome por el caballo, hasta que salí para alimentar a los perros. Mientras lo hacía, vi a Míster Jones poniéndose sus botas. Me extrañó que fuese a salir con semejante calor. Y… ¿A dónde iría caminando? Repentinamente los perros se incorporaron nerviosos, y se dispusieron a seguirlo. Al parecer, se dirigía hacia el obraje, no quería esperar ni un segundo más por el tornillo. Pero, qué imprudente que estaba siendo, no debería salir a esa hora… Tenía que advertirle, pero… se me  prohibía hablar con él. 

Espero que no tenga la misma ocurrencia que nosotros, si atraviesa ese gran pastizal pensando que es un atajo estará en serios problemas. Miré el reloj de la cocina que movía su péndulo incesantemente, eran las dos de la tarde.  Me empecé a sentir cansado, así que me eché una buena siesta y me olvidé del tema.

 

Al despertar, me senté en mi cama y me quedé ahí unos minutos. Como el silencio era absoluto, supuse que no había nadie en la casa. Inmediatamente, me asomé por la  ventana y divisé a Míster Jones entrando en la finca, sentí un gran alivio, como si me hubieran sacado un peso de encima. Pero tras observar un poco más detenidamente, me di cuenta de que no se veía muy bien. Parecía exhausto, caminaba casi involuntariamente, la expresión en su cara denotaba dolor. Abatido y a pesar de todo, seguía la marcha. Los perros estaban fuera de sí, los ojos se les salían de las órbitas. Corriendo frenéticamente, atropellandose unos con otros, como si quisieran evitar que el patrón siguiera su camino.  Pero sólo lograron levantar una gran polvareda que me nubló el campo de visión. 

Después todo fue confuso. Pero supongo que Míster Jones quiso apurarse para llegar a su casa de una vez, pero entre los fuertes ladridos de los perros, cuya razón era incomprensible, y el esfuerzo que le representó, simplemente no soportó más y terminó desplomándose sobre el piso, cual un bolsón de papas. Inmediatamente, como si estuviera premeditado, los perros callaron todos a la vez. El lugar quedó sumergido en un silencio absoluto, excepto que en mis oídos susurraba la tragedia.

Me quedé con los codos apoyados en el marco de la ventana, quizá esperando que ocurriera un milagro, quizá por no saber qué hacer. Pero no pasó nada. Por más que no dejara de contemplarlo, el cuerpo seguía inerte, apoyado sobre la tierra seca. 

Al cabo de unos cinco minutos, en los que seguí atrapado en mi hipnotismo, mi padre apareció en la escena cargando una carretilla. Al parecer, lo que contempló lo dejó en shock, igual que a mí, porque al cabo de un segundo toda la tierra trabajada  había quedado desperdigada por el suelo. Y por fin caí en cuenta de lo que había pasado por su cabeza. Con Míster Jones muerto,mi padre, Gerardo, al igual que todos los peones, habían perdido el trabajo, y tendrían que encontrar otra forma de vida. 

Los días siguientes pasaron increíblemente  rápido. Llegó a la chacra un tal Míster Moore, que al parecer era el hermano del patrón.  Era un hombre alto, de rostro aburrido y sonrisa falsa. Hábil en los negocios, adinerado, poco expresivo e indiferente. Pero lo que más recuerdo, es que durante los días de la mudanza, no soltó ni una sola lágrima, como si no se hubiera inmutado por la muerte del patrón. Al poco tiempo, vendió todo, y como era de esperarse, nos informó que debíamos irnos. En un par de horas empacamos nuestras pocas pertenencias y salimos de la chacra. 

 

Nunca supe qué fue de los otros peones, pero nosotros nos dirigimos hacia la choza en donde vivían Rosie, mi madre; y Sunny, mi hermana pequeña.  Quedaba a unos veinte kilómetros de la antigua casa del patrón. Caminamos durante la noche entera, abatidos y perplejos, perdidos en nuestro interior, con un inmenso vacío ocupando nuestros corazones. Sin saber que iba a ser de nuestras vidas, seguíamos avanzando y sintiendo a cada paso una intriga punzante por no saber lo que vendría.  De los cinco Fox Terriers de la chacra, nos quedamos con el pequeño cachorro. Debía de sentirse tan abandonado como nosotros. Parecía que el tiempo no avanzaba, pero para nuestra suerte, finalmente por detrás de un monte lejano se asomaron los primeros atisbos de luz. Sentir el alba despuntar, nos despertó una gran esperanza, aunque la razón nos era incierta. 

Después de eso, los recuerdos de los siguientes años están muy difuminados en mi cabeza, aunque aún tengo presente el lindo momento del regreso a casa, el reencuentro con nuestra familia, la alegría de mi hermanita al saber que habíamos traído un perrito. Pero algo que sucedió en ese entonces, algo que me resultó más amargo que la hiel, sigue manchando mi memoria. Un par de meses más tarde, paseando por los pastizales, encontré al cachorrín tumbado sobre la hierba, sin mover un solo miembro, con los ojos entrecerrados, y la piel sarnosa. Apoyé una mano sobre su vientre, pero no pude sentir su respiración. Había muerto de hambre. Desde que mi padre había perdido el trabajo, el dinero apenas alcanzaba para unos pocos granos de maíz al dia. Me eché junto a él sobre el suelo, y cerré los ojos, queriendo olvidarme de todo. 

Hoy en día, cada vez que paso por ahí, donde una marca en el suelo indica que allí se encuentra el lecho de muerte de mi pequeño amigo, un par de lágrimas humedecen mis cachetes y me traen unas cuantas imágenes a la memoria.



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Juana – 24 agosto, 2019

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